A nadie llegó a parecerle extraño que las vías del tren desaparecieran. Lo tomaron, creo, como una señal de evolución. Quizás como un signo de que la situación había llegado a un punto cúlmine en el cual la interacción con los demás carecía de todo valor.
Fue un domingo a la mañana. El tren de las 8.54 estaba demorado y siguió demorado indefinidamente. Todavía ahora la pantalla de la estación marca, precisa y penosamente, un retardo de 5673 horas. Los minutos ya no le interesan, porque las pantallas tienen un corazoncito práctico. Nadie esperaba a nadie en la estación. Tal vez fue por eso que la ausencia del tren proveniente de Caparingüé fue absolutamente desapercibida. Son 12 kilometros desde Caparingüé a Rosende y sin embargo nadie se molestó en viajarlos para aportar noticias, para saber que había pasado, para develar el misterio. Porque, claro, no había tal misterio. Ni siquiera la desaparición física de las vías logró despertar su curiosidad. Los chicos del pueblo, que solían jugar golpeando con palos las traviesas, notaron que algo había cambiado, pero no supieron decir qué. Solamente mudaron su zona de juegos hacia otra área, mas poblada, menos triste.
Los menos indiferentes, que alguna teoría logran esbozar, dicen que seguramente las vías se evaporaron por la falta del deseo de usarlas. Apelan, sin duda, a una percepción excepcional de la materia, pero la lógica tiene un innegable sentido. Yo me abstengo de interpretaciones, que es siempre la mejor manera de evitar futuros reproches. Y sin embargo, a ninguno -ni a mí ni a ellos- nos convence del todo esta naturalidad con la que nos vestimos; este contrato que hemos firmado, porque ahora ¿quién sabe cuál será el paso siguiente? ¿Quién puede decir que éste es un hecho aislado y no el comienzo de una sucesión de avenimientos inexplicables? Nos queda sólo esperar. Hemos aceptado las reglas del juego, presas de -¿quién podrá jamás decirlo?- ganas de aventura o de simple abulia. Aquí, aislados de todo, estamos esperando.
Óleo sobre lienzo: Tren en la nieve, Claude Monet, 1875, 59 x 78 cm.