miércoles, 26 de abril de 2006

Ese asunto


Pasó sin darle demasiada importancia a su imagen en el espejo. El desayuno, la mañana, los pendientes, todo parecía estar del lado de lo importante.


Volvió pisando su sombra, sin darse cuenta de qué se estaba mirando y comenzó a hablar solo. Un discurso improvisado, nada muy barroco ni muy estructurado; sólo un conjunto de ramilletes gramaticales que se le escapaban de los labios. Al fin lo dijo. Luego de tantos rodeos, apoyando los codos en la cómoda, lo dijo: "un día voy a morirme". Y lo dijo como si a nadie fuera a pasarle. Como si su cuerpo fuera el único destinado a las cenizas. Sintió un escalofrío por la espalda, por las manos, miles de vetas de hormigueo por el alma. Le costaba trabajo, pero sonrió. No era una sonrisa pensada, era solamente la única salida que se le había ocurrido, una sonrisa lastimosa, sin pena, sin dolor, pero con cierta sensación de que las cosas podrían haber sido mejores.


No cuestionó su vida; entendía el pasado como una cadena de recuerdos que a lo sumo podrían ser de utilidad para esquivar errores o justificarlos. No cuestionó su futuro, le parecía que todo estaba donde debía, que sus hijos habían crecido con buena educación, con padres afectuosos, que su mujer lo amaba aunque no se lo dijera, que él la amaba, que lo de la chica de la oficina era un entretenimiento inofensivo, que podía sonreír antes de dormir, que sabía llorar, que aun sentía fluir la vida en los abrazos...


La armonía solía reinar su mirada y en sus gestos. Por eso le sorprendió mirarse al espejo y entender, como si alguien se lo hubiera susurrado al pasar, que todos los placeres del mundo se le iban a escurrir de las manos, quién sabe a qué hora de qué día nefasto.


Cerró los ojos. Apretó los párpados para sentir las arrugas de la piel, bajó la cabeza y respiró sintiendo el gusto del aire. Por un momento nada tuvo sentido. ¿Qué ganaba dando vueltas en la misma calesita diaria? Durante dos minutos se dio por vencido, el tiempo justo que el gato tardó en limpiarse un dedo. Ya no importaban demasiado los goces banales, ni las artes, ni el sexo, ni ese murmullo sublime del roce de una piel con otra. Durante esos dos minutos se sugirió a sí mismo un final abrupto, un suicidio lacrimoso, una carta de despedida que lo explicara todo, o casi todo para generar misterio.


De golpe, sin ninguna provocación, recordó reír. Y recordó todo lo demás; todas las cursilerías, todas las cartas de amor, todos los errores, todos los besos, al menos los importantes, el curso de actuación que no pudo terminar, el color de pelo de la vecina de la planta baja, los ojos inteligentes de su hija menor, el cappuccino del bar de la plaza, el saludo de compromiso de Freytes, la risa contenida ante el saludo de compromiso de Freytes, las medialunas recién hechas, la muerte de los domingos por la tarde.


-La muerte...- cada letra brotaba trabajosamente. Con la penosa seguridad de que nada vale la pena, se dio cuenta de que para sufrir hay que estar despierto, de que para sentir hay que estar atento, de que para vivir hay que estar vivo.
Le costó, pero se dio cuenta de que ese asunto no le importaba tanto.




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